jueves, 3 de noviembre de 2016

Lobo, el patio y la vida

Hace más de cinco días que se perdió Lobo. Le pusimos Lobo porque se nos pareció mucho a una foto de un lobo gris que vimos hace algunos años, aunque le debimos haber puesto Bobo, porque no le ladraba a nadie. Eso sí, aullaba. Como si le estuvieran arrancando las entrañas. Lobo era un maestro del escape, y podía zafarse básicamente de cualquier amarre. No se podía dejar suelto porque se comía las gallinas de los vecinos y se metía sin permiso en sus casas. Era muy amoroso, muy noble, y yo nunca pude comprenderle bien, aunque sí pude darle amor.

Esa nostalgia de Lobo me ha llevado a hacer varias locuras, como tomar una pausa de la escritura de mi disertación y bajar a la parte de mi patio que nunca visito.

Hace varios días bajé para rescatar dos racimos de guineo que había; uno de ellos en la parte más baja. Me recordé recientemente que los había acercado (no los pude subir por lo mojado y resbaloso del terreno), y decidí bajar con una cuchilla para cortar las manos que estuvieran mejorcitas para consumir.

Descubrí que mi patio es como otro planeta; el que me ayuda a cortarlo recientemente regó un herbicida que por fin me dejó pasar hasta la colindancia. Las jacarandas de atrás están hermosas, igual que los árboles de panapén. Pude llegar hasta la palma, y comprobé que pasa una escorrentía por allí. En este pueblo llueve todos los días, así que mi patio está eternamente enfangado.

Mientras cortaba los guineos, varias sabandijas salieron de entre los frutos. Arañas, lagartijas, hormiguitas... todas temerosas de mi. Resbalé varias veces por lo inadecuado de mis zapatos, aunque pienso que hasta con botas de trabajo hubiera sido igual.

Cuando decidí ir hasta la colindancia, me resbaló la pierna izquierda y caí de culo al suelo. Yo que le tengo terror a las caídas por mis varias operaciones en las piernas, sentí una risa incontenible al caer, tan suave, tan guanábana podrida, al suelo. Me caí otra vez, mucho más suave que la vez anterior, y resbalé una gran cantidad de veces.

Y me di cuenta que mi vida en estos meses ha sido como esa travesía corta hasta la parte de mi patio que no visitaba; tuve unas grandes caídas de las que me repuse y me voy reponiendo, y voy resbalando en un terreno permanentemente mojado y enfangado. Pero voy, sin pausa, buscando lo que deseo. Y al igual que con los guineos, no pude traerme todo lo que quise. Primero, porque no me los podría comer todos por más deliciosos que estén. Segundo, porque no soy capaz de dar muchos viajes para hacerlo. Y tercero, porque mucho se echó a perder, pero yo tomé lo que necesitaba y disfruté. Y aprendí, que Lobo no solo era un perro noble, tonto y amoroso, sino que además era un aventurero hábil y audaz. Porque cada vez que se escapaba, cruzaba con agilidad acrobática ese patio que me dio tanto trabajo cruzar.

Extrañaré a Lobo, tanto como a Víctor, mi eterna mascota.

Minga


Esta es mi abuela, Dominga Miranda Torres. Tiene 93 años. Junto a ella, mi tío, José Ángel Torres Miranda, que se parece muchísimo a mi cuando pequeño. A su edad, mi abuela no parece un día más vieja de 70. Mi abuela, para mi, siempre ha sido un símbolo extremadamente contradictorio. Por una parte, tengo una gran admiración por su carácter, determinación, fuerza y presencia, y por ser una mujer anacrónica; no se dejó joder. Venció el machismo de mi abuelo en innumerables ocasiones, estudió en un tiempo donde no había oportunidades para su género, ejerció diferentes profesiones y siempre tuvo lo suyo, independientemente de lo que mi abuelo fuera capaz de producir. Pero a la misma vez estuvo siempre limitada por lo que su ambiente le permitió hacer, y ha tenido unas opiniones que yo no comparto. Por sobre todo siempre la he amado, y tengo que decir que ha tenido conmigo un favoritismo que no se veía en sus otros nietos. Y sí, siempre ha sido correspondido el amor.

Desde hace unos meses tiene demencia senil, que ha progresado de forma muy, muy rápida. Mi padre, su yerno, que fue quien la atendió hace poco, dice que puede identificar exactamente el momento donde mi abuela empezó a perder toda memoria.

No sé si alguno de ustedes haya pasado por esto, pero no hay cosa más terrible que el que una persona que amas no te reconozca. Conscientemente yo podía comprender los procesos que posiblemente están influenciando sus neuronas y que le impiden reconocerme, pero el que no supiera quien soy me inhabilitaba completamente en ocasiones. 
Verla desvanecerse poco a poco (pero en cuestión de días, semanas, meses) y ser incapaz de saber dónde está, qué hace... 

Ya son pocas las personas que reconoce. Hace poco atrás me confundió con alguien y me dijo: "¡Pendeeeeeeejoooooo coooooooñooooooooooo!". Confieso que me hizo reír.

Pero duele mucho verla y que no pueda hacer todo lo que hasta hace poco era capaz de realizar. No solo eso, sino tener que ayudarla a realizar las cosas más básicas, como mantenerse sentada, cambiarse, y hasta defecar. Nunca en la vida me hubiese imaginado que tendría que ayudar a mi madre a limpiar a mi abuela. Para mi, mi abuela era inmortal...

Sobrevivió el nacer flaca y desnutrida (por eso le dicen Cosero, cosa), el hambre, la miseria, la pobreza más triste de la opresión colonial. Crió sus hijos y vio morir joven uno de ellos. Vivió tanto, y tan duro... Y ahora va desapareciendo.

Y me pregunto si es digno, si es justo. Me pregunto si yo quiero tener 93 años y ni siquiera recordarme cómo cagar, quienes son los que me rodean, dónde estoy y en qué época vivo.

Y no quiero ser un residuo de lo que fui, como hoy es Minga.