jueves, 16 de julio de 2009

Rosa de floristería

Ella era una rosa fresca de floristería, de esas que te entregan frías, mojadas, bien rojas. Tú sabes, las cortan sesgadas, las ponen en agua y se siguen viendo hermosas por días. Y luego cuando se van secando tienen ese color entre morado y marrón, se endurecen. Mi obsesión giraba en torno a ella, a su contorno, a su pelo fino y cuidado. Es gracioso, tenía el pelo rizado, y meticulosamente lo cuidaba para no mojarlo, plancharlo y que luciera lacio y brillante al otro día. Pasaba días sin lavarlo, aunque nunca olía mal. El olor propio de su cuerpo era una especie de mezcla de perfume con azafrán, indescriptible y seductor. Yo la conocí en una oficina en donde era recepcionista. Al principio tenía la vista baja, y yo solo contemplaba su pelo rubio y fino, y su voz nasal y aguda. Sólo me bastó ver esos ojos color de miel para quedar atado a su cuerpo y sentirme dueño de su cuello estrellado. Y desde entonces la amé, o eso pensaba.

Salimos unas cuantas veces. Siempre olía a rosas. Es curioso, ahora que lo pienso me doy cuenta de que al caminar, las flores, y las ramas de los árboles siempre se tornaban en su dirección, con una especie de magnetismo, o respuesta biológica. Tal vez fueron esas mismas feromonas las que me atrajeron hacia ella, y a su inexplicable manera de amar. Cuando ella ama, consume. Consume tu sudor, por que te hace quemar cientos de calorías haciéndola tuya. Consume tu alma, por que cuando te ama te apresa, y te traga como un hoyo negro al infinito. Es toda la energía negativa, como una bruja venida desde el más profundo círculo del infierno, presta a cumplir todos tus deseos y perversiones a cambio de tu alma. Consume tu dinero, por que la llevas a restaurantes, paseos, le compras sortijas, trajes para verla y para que la vean, discos para amarla al son de música trance, juguetes de adulto para el sexo que vibran, resbalan y oscilan, y collares de perro para ti. Consume tu tiempo, por que amarla nunca toma quince minutos ni un solo orgasmo. Es tan insaciable que acabas pidiendo tregua, y entonces consumes con ella un dulce y una soda.

Creo que no hubo posición en la que no hiciéramos el amor, y de ahí que llegase el tercero. Un tercero entre dos es una de tres posibilidades; un estorbo, un accesorio, o un futuro reemplazo. Al comienzo me dijo que solo quería ser observada, que el tercero se sintiera deseoso de su cuerpo, que contemplara como yo la hacía mía y como ella solo me correspondía a mi. Luego quiso que el tercero preservara toda este ritual de consumo, de mi energía, mi fortaleza, de mi vergüenza, El tercero entonces pasó a ser un accesorio, un trípode de cámara, un callado cineasta que escoge los mejores ángulos, las mejores tomas.

Este tercero fue en algún momento uno de mis mejores compañeros. Estudiamos en la universidad, nos conocíamos hacía unos diez años. Frecuentábamos círculos poéticos en donde muchos snobs iban a hacerse los intelectuales con su poesía oscura y compleja. Nos encantaba recoger las poetisas ebrias y vestidas de hippies, para darles material de que escribir en la sesión siguiente. Habíamos sido tercero uno del otro en otras ocasiones, accesorio sexual de juego de adolescente que descubre la libertad. Con los años me volví artista, y él continuó apoyando mi obra. En cada presentación del libro, en cada exposición de cuadros, estuvo allí. Alto, varios kilos demás, cara con granos, lentes, cabello negro, dientes desordenados, un cierto olor a ajo, brillante, exitoso. Siempre pude contar con él en los momentos en que necesitaba, por eso lo pensé idóneo para la petición de la serpiente. Le llamé y e conté que solo sería un espectador, un voyeur con una cámara en una esquina, sin interferir. O sea, un estorbo.

A mis espaldas se pusieron en contacto y empezaron a contarse sus historias, sus perversiones, sus secretos. Ajeno a la situación yo seguí siendo consumido por la devoradora, hasta que un día, sin explicaciones, se marchó.

Varios meses después descubrí, por medio de un tercero, que salían juntos. Estuve en silencio por varios días. Luego las náuseas me abrumaron, y estuve varios días más fuera de carrera. La ansiedad, la obsesión, la depresión y toda otra serie de sentimientos que no puedo describir en una sola oración se apoderaron de mi cuerpo.

A él no me tomó tiempo acabarlo. Lo esperé a la salida del trabajo, lo seguí hasta su casa y esperé a que se bajara. Ya tenía el silenciador puesto y el arma cargada. Le vacié un peine completo sin tiempo para preguntas. Procuré que me mirara a los ojos, para que sus últimos momentos fueran inolvidables. Luego le dediqué horas a despedazarlo, sacando toda la piel, cada miembro, cada dígito. Viajé al sur a una playa y por la costa fui regando sus pedazos.

Con ella fui más delicado. La esperé en su casa, sentado en el sofá a oscuras, arma en mano. Le pedí que se desvistiera lentamente y me puse detrás de ella. Apreté su cuello hasta la inconciencia con mis manos, luego le hice una incisión en la yugular, hasta que se desangró por completo. Le arranqué los ojos, las manos, y toda la piel de su espalda estrellada. El resto de su cuerpo fue una página de piel, en la que escribí con sangre un poema que la cubrió toda. Luego llamé a emergencias y les conté lo que había hecho.


Encontré al asesino tranquilo. Se entregó sin resistencia con las manos cubiertas de sangre. Rojas, brillantes y frescas. Como una rosa de floristería.

bonsái

Acostumbrado al maltrato

me he vuelto un bonsái,

podando mis propias ramas

para no crecer