miércoles, 17 de marzo de 2010

La pequeñez del microcosmos.

Yo crecí en un otro barrio como cualquiera del caribe, en donde el tiempo pasa lento, más lento que en otros lugares, porque el calor detiene hasta lo que nunca cesa. En éste microcosmos lleno de hambre, cenizas y dolores, nada pasa desapercibido. No es que fuéramos oprimidos, es que nunca tuvimos oportunidad. No es que fuéramos esclavos y nos marcaran, es que la marca la traíamos con el nacimiento, y la llevaríamos en promedio unos treinta años más.


Era tan lento el pasar del tiempo, que hasta la moral parecía un rayo de luz doblado ante la fuerza gravitacional de otro cuerpo mayor, la indiferencia. Y el incesto se convirtió en práctica común entre los borrachos, el maltrato entre los que con su edad oprimen, el olvido entre los poderosos, la indolencia en la iglesia, y la ignorancia, el mayor de los pecados, nos arropó a todos como sábana en la noche.


Yo tal vez sobreviví el ciclo de ignorancia por la numerosidad de la prole de mis padres, pero muchos de aquellos que llevan mi propia sangre no se salvaron. Gané la confianza de mi padre, y tal vez su amor, y un día le pedí cruzar la línea viva de agua que dividía mi pequeño planeta de polvo y yerbajos. Aunque le dolió, comprendió que no estaba hecho para pequeñeces, y que sería mejor dejarme hacerlo. En el otro mundo era la guerra, y yo sin saber lo que era corrí, me enlisté y aprendí a mentir. A los otros se los consumió aquel universo, pues no había otra escapatoria que laborar, parir, tomar y morir. Y la más pequeña de las hembras se quedó, como un jamón serrano que cuelga en el colmado, para cuidar a mis padres cuando ya les llegara la hora. Ella, sin questionar palabra alguna, vio como el tiempo pintaba canas en su largo pelo negro, venas en sus tristes y flacas piernas, arrugas en su piel curtida por el viento y quemada por el sol. Y aquellos dedos que tejieron la vestimenta que llevé justo después de llegar a este mundo, se llenaron de espinas de los cardos, de bolsas dolorosas por lavar a mano, de quemaduras por cocinar en leña.


El mundo no era un lugar tan maravilloso, pero el universo del más allá del barrio, después de pasar el monte, cruzar el río y luego los campos donde pastaban las vacas, era una fantasía de domingo. Nuestra nave era una carreta de bueyes de arar, nuestros trajes de cosmonautas la mejor gala que se repetía cada mes. Nuestro microuniverso, un barrio en donde todos eran Pérez, Torres o Rodríguez. Teníamos nuestro propio correo hecho de niños mensajeros, nuestro propio parque de entretenimiento en un monte lleno de hierbas, y los banquetes consistían de viandas, cenizas y agua del río. Un microuniverso no tan plano, pero sumamente estático. Los días en los que se mataba una gallina eran días de festín para diecinueve bocas hambrientas, y serían festines siempre que no llegara visita.


No existían los signos zodiacales, y los partos se medían en base a los eventos cotidianos. Mi madre, que no sabía escribir pero aprendió a leer, se recostaba en la hamaca a ver pasar la tarde, con una novela de amor entre las manos, que leía una y otra vez hasta la náusea. Mi padre llegaba del trabajo de doce horas cansado y hediondo, borracho y ensangrentado a veces.


Yo crecí en un barrio como cualquier otro. Afortunadamente descubrí que era sólo eso, y que el mundo es una esfera.

frente al mar

Frente al mar,
el muelle y yo
extrañamos,

y la luna
se solidariza
con tu ausencia. 

Las estrellas se fueron
todas a tus hombros; 

tal vez vuelvas un día
para devolvérselas al cielo.