lunes, 24 de agosto de 2009

La calle

Érase una vez una calle muy chiquita y muy poblada de bares. Eran tantos los bares que no cabía uno más. Y allí, donde no cabía uno, apareció otro. Bueno, para ser sincero, no era un bar, era un chinchorro.

Para todos aquellos que no saben lo que es un chinchorro, les recomiendo no buscarlo en el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, por que es un término que pertenece exclusivamente a la jerga del país en donde está el pueblo en el que está la calle chiquita. Es una categoría de barra más abajo del bar barato, pero un paso antes del bar de mala muerte.

Bueno, regresemos a la historia. La cosa es que la calle era muy pequeña, y en un lugar en donde las barras se generan espontáneamente, el bar, como una bacteria que coloniza en el ambiente más apto, apareció y se llenó de chamaquitos universitarios. Un chinchorro es el hábitat natural de los niños de universidad, desesperados por subirse el libido con varias cervezas aguadas de las que se consumen en cualquier país del Caribe. Las cervezas en el Caribe están diseñadas para dos cosas: ser consumidas casi al punto de congelación, por el maldito calor del Hades que habitamos, y para consumirse en exceso y ver la gente fea más linda de la cuenta.

Era una calle que quería ser avenida, aunque seguía siendo del tamaño de una calle. Y lo logró. Se colgó un letrero como un caco se cuelga un bling gigantesco de fantasía cafre con su nombre que decía “Avenida Casualidad”; verde con letras blancas, como lo debe tener toda avenida que se respete a sí misma. Aunque para ella misma fue un evento, pasó desapercibido en el diario, como pasan tantas otras noticias y titulares como: “Los usos antibacteriales de la pepa del mangó”, “Huelga en la Universidad amenaza con cancelar el semestre”, y “Fraude en las elecciones Afganas”.

La barra, o mejor dicho, el chinchorro, era como cualquier chinchorro que se manifiesta automáticamente; un lugar pequeño, con decoraciones de los ochenta, anuncios de Schaefer, Budweiser, y Coors Light, fotos de ebrios y muchachas pegadas por las paredes, un cartel que dice “Hoy no fío, mañana sí”, una mesa de dominó y dos de billar, y una barra con varias neveras de las que tienen una puertita que abre hacia arriba y son cromeadas. La atiende un viejito negro peliblanco, de guayabera blanca y pantalón negro, zapatos gastados y un cierto olor a ligeramente usado, con una cajetilla de Winston regular en el bolsillo superior izquierdo de la guayabera.

La calle, como una entraña, se contorsionaba en curvas peligrosas, y era tan larga que decían podía tener el largo de la tierra medida por su centro, si la pusieras de extremo a extremo. Y a veces, como el intestino, comenzaba a llenarse con delicados alimentos pre-digeridos, que eventualmente acabarían siendo mierda.

Como en todo experimento de auto-organización, o sea, como en las colonias de hormigas, tenía que exhibir cualidades emergentes de protección. O sea, de vez en cuando, en los momentos en que la cosa se ponía pelúa, aparecían policías. Como en toda calle cabellera poblada de piojos bares, se alineaban como peines en una peinilla, con sus disfraces de guerra azules, anti-balas, anti-cuchillos, anti-estudiantes ebrios. Y ocasionalmente, volaba una lata de cerveza ya caliente y poco sensual, para el disfrute de aquellos agentes que cargan gases lacrimógenos, macanas y armas de alto calibre.

Antes habían casas de fraternidades entre los bares y los edificios de apartamentos, pero como los bares son virulentos, se fueron reproduciendo tanto que la gente pensó que la causa del problema eran las fraternidades (obviamente) y decidieron buscar el apoyo comunitario necesario para eliminarlas a todas de la calle. Claro, sólo para que de la noche a la mañana aparecieran más bares, llenos de miembros de fraternidad sin casa.

Los que frecuentan la barra son como las hormigas. Ciertos de ellos parecen ser los mismos a través del tiempo, manifestaciones del mismo insecto en distintas etapas, clones. Otro son singularidades, errores, cadenas impredecibles en el flujo discontinuo de datos que alimenta la pequeña calle. Hay uno que otro genial. Pero todos llegan por la cerveza barata.

Como todo en este pequeño país en donde está la diminuta vía se llena de polvo, también ella se espolvoreó. Los polvos del Sahara, los de Elizabeth Arden, y los de aquellos que consumen “sólo un poquito más” de lo que sus cuerpos pueden tolerar, se posaron sobre sus aceras, sus edificios, y cubrieron todo lo estático y móvil.

Los del Sahara se aposentaron en los pulmones de los que consumen y se consumen, dificultando una respiración ya pesarosa por el diario vivir, por la humedad, el calor y otras cosas significativas e insignificantes.

Los de Elizabeth Arden poblaron las rostros de las niñas que juegan a ser flores de noche, putas que no cobran, amores fugaces.

Los de los que consumen demás se agruparon en parejas en su mayoría, y se fueron con el viento a otros lugares. Carros, apartamentos revueltos, camas que necesitan cambiar de sábana, moteles, balcones. Y de allí se volvieron el polvo enamorado de Quevedo, y se enlazaron en cadenas de ácidos desoxiribonucléicos, y gemidos y otros asuntos esdrújulos, creando los nuevos pobladores de este país, y los habitantes migrantes de este pueblo que tiene esta calle pequeña, que en algún momento pisarán este bar que les ha engendrado y cometerán el mismo error que les dio la vida.