viernes, 29 de mayo de 2009

Las cosas que te conté (cuento)

I

Cuando quise decirle que no, ya estaba tan adentrada en el sí, que no pude librarme. Recuerdo la primera vez que le vi. Yo era tan sólo una niña de quince años, enamorada. Acababan unas semanas antes de lavarme el estómago, tras un intento de suicidio con analgésicos, por que mis padres no me dejaban salir con un noviecito que tenía. Recuerdo la primera vez que vi sus ojos, pequeños, casi como una rendija en la que se asoma un ratoncillo tímido y tembloroso. Quise escapar, pero ya esa mirada tan tromba marina había batido sobre mi piel vuelta costa, y con su calor descubrí colores y espumas hechas de uvas y sueños. Temí por mi, por que esa sensación tan hermosa sólo se podría vivir una vez cada catorce años, y temí por el ciclo, por mi vida, mi desesperación, los analgésicos y mi piel.

Él era estudiante, y visitaba con su amigo a una amiga en común, entonces mi vecina. Realmente quise decir no, pero ya cuando pude pensarlo comprendí que era necesario sentirlo para dejarlo ir para recuperarlo, aunque ni siquiera le conocía y nadie me había conocido. Supe que habría de romper como ola sobre mi pecho, que se posaría como brisa sobre mi ventana, que habría de ser refrescante como el rocío sobre la grama. Era como si fuera una balacera, y supiera que tenía que cubrirme por que las balas no llevan nombre, pero estaba tan adentrada en sus tan pequeños ojos que fue tarde para respirar profundo. Él quedó prendado de mis piernas y sonrisa, yo de la suya y de su voz. Nunca supe que cantaba, que escribía canciones, pero siempre supe que su voz podía transformar mi condición de ave enjaulada, y llevarme a los horizontes infinitos de lo posible.

Y yo flotaba. Tan sólo unos segundos que le veía y pasaba la semana flotando, tocando sus sueños con mis manos, entrelazando mi tristeza del amor que sabría habría de perder antes de dar comienzo, con su respirar suave. Cerraba los ojos y flotaba, me nacían palabras desnudas de las manos. No habían sombras, ni padres conservadores, ni encierros de muchacha rebelde, yo flotaba y le contemplaba vestido, desnudo, sentado y erguido. Era el pecado de los ateos, lluvia de símbolos religiosos, el suplicio, los silencios y los sermones de domingo. Y yo crucificada sobre su cuerpo me sentía diosa, sabiendo que su rostro era el silencio y la cacofonía juntas.

Cuando quise decir que no, ya estábamos juntos en el carro, y habían pasado catorce años y ciento veinticinco días, y su sonrisa seguía siendo la misma, y juntos nos metíamos al cuarto de hotel que por dos horas se convertiría en nuestro altar. Y allí fui cordero, cuerpo y sangre de su rito, mi piel, cargada de estrellas, se sintió descubierta como en mis sueños de adolescente. Y estaba tan adentrada en el sí, que sus manos actuaban como guiadas por un ángel de deliciosos pecados, y fui pentagrama y sinfonía.

Él era cantante, creador, maestro y malabarista, yo una simple obrera del rubro de los seguros. Pero la palabra de un dios se hizo verbo sobre mi boca húmeda. Recibí su bendición que esperé por catorce años, y cada momento de dolor, cada espina, cachetada, plato roto sobre la cara, moretón, nariz fracturada y cada insulto fueron tan sólo el camino necesario para este momento, esta comunión en cuerpo y sangre. Sobre mi sexo bordó una melodía, que le robó notas a Ravel, y supe que cuando quise decir que no, sólo me trataba de preparar para el sí.

II

Gabriela, si juegas, no cierres los ojos ni juegues al escondite contigo misma. No me gusta cuando te quedas casi catatónica, mirando a la nada con cierto autismo fingido. Me recuerdas a tu madre cuando le molesto y no quiere hablar del tema.

Yo la amo, y estoy seguro de que es por que es buena conmigo. Suelo ser un tonto, frío y sin tacto. Desconozco todas sus andanzas, sus emociones. Cuanto más cerca la tengo, más la deseo, y al mismo tiempo la extraño y sus tiempos de mozuela.

A veces me siento como que le mando mensajes en botellas de vidrio sobre el mar. Sus silencios pueden doler más que las palabras místicas. Mis manos tiemblan, la ansiedad no se calma con pastillas. No duermo, se vuelve mi pensamiento único y obsesivo. Me afano triste e irremediablemente en recorrer su ausencia de palabras, de gestos.

Y de momento estalla, Gabriela. Se olvida de los recuerdos, las palmas y las visitas. Su silencio me desgarra y me hace sangrar pedazos de verso. Me llena de desesperanzas, me siento inútil e incapacitado.

Pero cuando ama cierra esos ojos casi miel y se estremece cada músculo de su cuerpo, y vence el mutis para volverse flor del paraíso. Me besa y es como si me nacieran poemas en la boca. Y sólo quiero que no se separe de mi ni un segundo, clonarla para que sea tu madre y mi amante siempre.

Gabriela, si llora, mantén tus dedos unidos a los suyos, abre tus ojos lentamente, olvida su dolor y dale apoyo.

Yo la amo como puedo, la sueño sin descanso, busco convertirla en cómplice de mis latidos. Es una sensación terrible extrañarle y necesitarle. Me desoriento, me pierdo en sus brazos cortos y pierdo el ritmo.

Gabriela no olvides escribir su nombre, aunque tenga cólera, te ama.


III

Gabriela duerme y no lo sabe, pero yo regalé sus hermanas. Cuando quedé embarazada, me dijo que no podía ser de él, que como antes me hiciera un aborto, y que no le daría su apellido. Tenía total dominio sobre mí, cuanto pedía yo hacía y cabizbaja recibía sólo migajas de amor, míseras e insignificantes piezas de desprecio. No tuve un orgasmo si no hasta estar embarazada por tercera vez, de Gabriela. Yo le dí mis dieciséis años, y a cambio recibí un plato sobre la cara, que se estrelló contra mi nariz. Aún guardo cada una de las cicatrices.

Gabriela duerme y no lo sabe, pero su primera hermana no durmió en casa. Oculté el embarazo durante meses, usando fajas, y cuanta excusa. Al llegar el momento fingí apendicitis, al ser obvia la mentira de una niña inexperta, les dije a todos que nació muerta. Lo cierto es que ya había sellado su destino, y se la dí a una compañera de estudios. Su marido le dio su apellido, yo el mío y una bendición que espero aún la proteja. Yo la salvé de vivir esta vida negra, de gritos, de insultos, de viernes sin sueños que se vuelven sábados de ser enfermera con los ojos negros de golpes. Yo la salvé de escucharlo decirme cosas hirientes, de que supiera cómo me violaba no solo el cuerpo, si no el cerebro, haciéndome más insegura y débil cada vez.

Gabriela duerme y no lo sabe, pero mis padres y hermanos se dieron cuenta, y la persiguieron por cuanto rincón había hasta llegar a Aibonito, en donde la habían ocultado. Llegaron los abogados, los policías y los psicólogos, y a todos les dije que era una terrible madre y que no quería esa niña cerca de mí. A todos les mentí para que ella no tuviera que pasar por lo que Gabriela ha pasado, por que los errores de los padres son imperdonables una vez, pero imposibles tres veces.

Gabriela duerme y no sabe que la cuarta niña la tiene mi prima. La vio por dos semanas, y luego se preguntaba con su cara perdida de tres años en dónde estará la muñeca que cargaba mamá.

Gabriela duerme, y yo, insomne, vigilo su sueño, espantando los malos espíritus.

IV

Cuando aparece, no tiene que tan siquiera mirarme, aunque nunca faltan los deseos de dormirme sobre la rendija de sus ojos, bajo su hechizo. Siempre que me mira lo hace como los ojos llenos de jeroglíficos, de historia antigua, y detiene mis rodillas, mis piernas que intentan correr hacia él.

Luego de perderlo, cuando aún era virgen, intentaba escribir su nombre y descubría que era imposible. Me temblaban las manos, la tinta se desvanecía con mi sudor copioso. Era como si olvidara las letras que lo describen y me desentendiera con el alfabeto.

Él es revolucionario y marxista, casi abogado y árbol. Yo sólo soy una niña del campo que le vio una tarde. Con el tiempo mi recuerdo lo adormeció. Quedó indiscutiblemente atrapado entre los deberes y los nuevos placeres, y despertó la mujer, casi olvidándole. Me usaron los más viles hombres de la tierra, y mi vientre, que le esperaba como un presagio, se llenó con otros genes.

Dolía vivir, sobraba el desprecio. Me esforzaba por recordar ese nombre, y lo trataba de escribir sobre los troncos, las hojas, la hierba mojada, sobre la arena y sobre la cama. Hasta traté de escribirlo sobre el aire, pero no me llegaba su definición.

Durante años me esforcé por recordar su rostro y su cuerpo. Su rostro se diluyó, al parecer, en la realidad. Mis labios se negaban a mencionarlo, mis neuronas a traer su recuerdo. Me dejé guiar por sus manos que antes no me tocaron, por sus labios que hasta entonces no me habían besado, y susurré todas esas palabras que al oído nunca me dijo. Y le fui evocando, recuerdo de antaño, lluvia contra las ventanas. Y fue cada vez más real su imagen, y más tangible su toque y más acaramelado su aliento.

Hasta que un día él se volvió pulso discreto que cambia de negativo a positivo, y su energía pasó de ser un puñado de ceros y unos a ser todo un universo cifrado en mi clave. Tal vez por eso me dejé guiar por sus palabras, por sus manos, y me refugié entre sus brazos, piernas y pecho. Su música se volvió un yo, y habité sus canciones.

De pronto tuve alas. De colibrí.

V

Sofía sabe que soy casado, jamás la engañé. Después de muchos años su rostro había escapado de mis ojos, como dormido en un sarcófago egipcio. Tuve que preguntar a los demás quién era esa muchacha tan hermosa que me buscaba. Fue entonces cuando Roberto me recordó que era la vecina de Antonia, la niña que, cuando la visitábamos, se aparecía en casa de Antonia para hablarnos. En aquél tiempo era una niña, y yo un universitario, y sólo me dediqué a deleitar mi vista con sus hermosas piernas. Pero siempre hubo algo en su sonrisa que jamás pude olvidar, un cierto toque de inocencia, ternura, campo. Era como cuando recorres un monte seco y te llenas los pantalones de abrojos y pequeñas semillas.

Sofía sabe que la amo, y es a veces más de lo que puedo manejar. Hace apenas unos meses que nos reencontramos, pero hemos vivido más de los catorce años que perdimos. Ella me confesó todo aquello que jamás le haría saber a nadie. Me dijo todas las cosas que te llevarías a la tumba, desnudándose frente a mis ojos.

Sofía está hecha para reproducirse, si no fuera por que la operaron. Es más fértil que la tierra de mis padres, en donde crecen árboles de mangó, granadas, y quenepas. Hubo que alterar físicamente su vientre por que si no, saldrían de él los niños como uvas o plátanos. Los pare sin darse cuenta, sin dolor, sin angustias ni lágrimas. Su vientre me recibe con una alfombra roja, como la sangre derramada en guerra, y mi cuerpo se vierte gota a gota sobre ella, y es sólo ésta barrera física la que no permite lo natural, que sería multiplicarnos hasta el cansancio.

Sofía sigue siendo aquella niña que conocí una tarde, sólo que ahora sus caderas son anchas, sus pechos un refugio, su vientre una almohada, su pelo una obra de arte cada día. En su sonrisa aún está toda la inocencia y el aroma del campo en donde la vi hace tantos años, y a donde voy con ella a recordar mi propia inocencia. Cuando ella sonríe, siento un placer que es más sabroso que un orgasmo, que un vaso de agua fría en un día caluroso. Llena todos los vacíos que otras cosas no llenan, y por eso me arriesgo todos los días para ver sus labios, ojos, y dientes al sonreír.

VI

Mamá, aunque jamás te lo diga, cada noche me pregunto dónde estarán y por que lo hiciste
.
Yo sé que él era un borracho, que te hacía daño y que tal vez fue una decisión dura, pero también lo es tener doce años. Las sueño, y a veces juego con ellas a las princesas. Me pregunto por qué no las buscas, que juguetes tendrán y quienes son sus amigos.

Mamá, a veces me quedo como tonta mirando las paredes. Descubro figuras nuevas, me imagino pequeños animalitos transparentes que las caminan, proyecto los eventos del día sobre ellas. A veces jugamos todas juntas, a veces solo miro la pared y su color mostaza.

Yo sé que te ama, y yo le quiero. Jamás será tan guapo como papá, pero te trata como una princesa. En las noches, llega a mi cama, besa mi frente y me dice que me quiere. Quisiera creerle, y quisiera que jamás se fuera. A veces espero que llegue a mi cama y le pregunto si regresará mañana, si se quedará esta noche, si me ha traído algo. Lo he visto contemplarte y quedarse como yo, atontado frente a tus ojos.

Mamá, yo perdí a Dios, o él se perdió de mi. Cada vez que te gritaba yo lo llamaba, siempre que te golpeaba yo le rezaba, y nunca llegó. Me cansé de esperarle, por eso me quedo contemplando paredes, por si acaso un nuevo dios viniera de una quinta dimensión a salvarnos. Mi abuela con sus faldas y panderetas busca seducirme para que vaya a la iglesia con ella, aunque yo se que no hay más que un impostor que maneja la mente de muchos y es tan ateo como yo.

Mamá, hay muchas noches en las que no sueño, por miedo a recordar. Mi pasión es inventarme cuentos en los que somos todos, y está él de tu mano y toma la mía, y somos las cuatro con él, en el campo, en la finca de mi abuelo.

Algunas veces no te quisiera soltar, en especial esas veces en las que te escucho llorar en las noches, me levanto, te abrazo y me duermo sobre tu pecho. No te preocupes, cerraré los ojos para no mirar a la pared, y no soltaré tu mano.

VII

Yo le escribí esta historia con la idea de que siempre fuera ella, y no lo que no necesita ser. Para que no malgastara su vida pensando en reencarnaciones, para que levantase sus brazos para tocar estrellas.

Para que deshilase la telaraña en la que se atrapó a si misma.

Me vi escribiéndole poemas, titulando y clasificando mi vida con la brisa. Cada verso fue una lágrima y el sabor a sal llenó mi rostro. Hablaban del su pasión por las sodas dietéticas, el chocolate y el sexo, el primer abrazo, del primer día, de sus manos que temblaban cuando intentaba seducirla, del primer beso, largo y húmedo, luego del desayuno, de la imposibilidad de poseerla aquel día, de los juegos, de las caricias y de la despedida.

Me vi sirviendo de padre y amante a la vez, corrigiendo sus errores de niña, aconsejando, apoyando, regañando hijos, dando sermones. Llegué una vez a su cama e invadí su lado favorito, y no quise salir de él.

Ella piensa que me mantiene cerca con sus halagos y manía de pensar que nació para hacerme feliz, y no se da cuenta de quien quiere dar todo por su felicidad soy yo. Aún busco definición en sus ojos, tranquilidad en su voz desafinada y su risa maléfica, calor entre sus senos.

Ella es una ciudad que encierra mis sueños, todo lo que puede importarme en este triste mundo, mi vida, mis tristezas, mis nostalgias de adolescente, y hasta el alma en la que no creo. Ella es un lugar sagrado que llevo tatuado en mi espalda, con tinta que no borra el más poderoso de los lásers.

Ella es mi parte y un todo que tiene partes dentro de sí, que se combinan cuando es necesario y se dispersan cuando quieren. Es mi sueño de libertad y revolución, mi Congo, mi Bolivia, mi última trinchera.

Yo le escribí esta historia, pero las manos las movió ella sobre las teclas, con su cuento.