La Marquesa de Jagua Pasto se casó con un princeso. Cuenta la historia
que unos meses después de darse cuenta en una boda criolla que ya despuntaban
sus dotes de jamón de bellota, la Marquesa conoció al Princeso de Rancheras. Se
conocieron en la loza, aunque eran los dos pájaros del sur-centro de la isla.
De la realeza yaucana no tenía nada el princeso; no tenía apellido corso, ni
venía de la alta alcurnia, ni las ruinas de una hacienda quedaban en su
familia. De sus hábitos de higiene
siempre había cuestionamientos, y su capacidad para ser servido era vastamente
conocida por la región. Siendo solo Marquesa de título, Carmen María Dolores de
los Milagros Velázquez y Rodríguez no empleaba servidumbre, por lo que se
dedicaba a atender todos los deseos del princeso.
La
Marquesa de Jagua Pasto jura y perjura que es de Guaynabo City, pero la mancha
de plátano traiciona sus deseos. Quiere Montehiedra, pero sólo puede pagar
Montellano. Quiere Evian, pero los gustos extravagantes del princeso la limitan
a pagar por Nikini. El princeso no es príncipe porque no tiene sangre azul,
porque sería lo único que lo diferenciaría de un pitufo. Anexionista, arrimado,
vago y acostumbrado a que le sirvan. Adora el Blue Label, y hace que la
Marquesa gaste una considerable suma de su fortuna para complacer
su gusto exótico. El princeso siempre olvida su cartera, y a la hora de pagar
se levanta para ir al baño, pero es fanático de la langosta y del buen
vino. El princeso no trabaja, pero
administra los bienes materiales de la marquesa. Es aficionado a los autos
veloces y a las mujeres fáciles. Tiene muchos amigos que se apellidan Antonmarchi, Antongeorgi, Borelli, Brignoni, Cianchini, Dominicci, aunque su apellido es Pérez. No pertenece a ninguna fraternidad, aunque le encantaría, pero el manto oscuro que le cubre el cuerpo no lo califica para pertenecer. La marquesa es una mujer sin gracia, delgada,
casi anoréxica, ajada, maltratada. Cuentan que se hizo ingeniera por la misma
razón por la quería hacerse médico, para poder tirar el título como tema de
conversación en fiestas de marquesina.
Dicen que su padre, el Conde de Jagua Pasto, era un hombre casi decente. Por muchos años soportó la presencia de la Condesa de Jagua Pasto, aunque en esencia le asqueaba. Cuando ya se hartó de ella muchos años después, agarró la primera campesina que pudo mirar y le hizo dos muchachos, se fue del palacio a vivir a una casita de madera y fue casi el hombre más feliz de Jagua Pasto, hasta que la campesina lo sustituyó. Entonces enfermó del corazón, se secó como una pasa, y fue olvidado por casi todo el mundo, hasta que un día la Marquesa lo encontró hecho polvo sobre la silla del balcón de su apartamento, en pleno medio día. Antes de que hubiese bulla, le vaciaron las cuentas de banco, vendieron sus activos, sus pasivos y hasta sus pensamientos, y capitalizaron todo su caudal hasta que no quedó ni el recuerdo de su sangre real.
Claro,
que del caudal de la heredera dispuso bien el princeso. Se compró un BMW que
transformó en un carro fantástico para gente con poca clase, con cromo en el
motor, cromo en el interior, cromo en los aros y cromo en el techo. Ahora
convertido en un vehículo de todo terreno, el automóvil tenía la capacidad de
aflojar las pantaletas de mujeres de poco pensar y mucho pretender, a las que
el princeso llevaba a pasear por caminos de monte que dan a ninguna parte.
Cuando
nació el primer principito, la marquesa se sintió ofendida por los genes
inferiores de su contraparte. El niño, un pequeño reptil casi microscópico y
negro como un cabrón fue causa de la risa de las enfermeras del Hospital de la
Piedad del Niño Jesús y la Virgen del Santo Pozo de la Salud del Mundo. Dicen
que el niño, si es que se le podía llamar así, era tan feo que los espejos se
rompían antes de que pasara por frente de ellos. Dicen que al nacer el segundo se dio cuenta de que su estirpe no era para poblar la tierra, así que decidió clausurar la vía que daba a la reproducción.
Jagua
Pasto era el barrio natal de la Condesa. En algún momento, en aquellos años
olvidados por los pobladores de la isla, cuyas memorias suelen olvidar eventos
que ocurrieron hace algunos días, fue un lugar próspero. Ahora es uno de esos
lugares que tienen ruinas de tiempos mejores que se convertirán en monumentos
venerables, y que confundirán los científicos de siglos por venir. Abundan los
ñames, las malangas, yucas, plátanos, y todos los frutos de una tierra
fértil y totalmente olvidada, porque la comemierdería y el inmovilismo de sus
pobladores hace que gasten el cheque de cupones de alimento en supermercados
pertenecientes al capital foráneo y en pequeños lujos que se olvidan cuando
cambia la moda. La gente de Jagua Pasto prefiere pasar hambre y no tocar las
malangas, ni los platanos, y no comen ni del Macdonalds porque gastaron todo lo poco que tenían en sus
carros, en televisores, y en la gasolina que viene del medio oriente. Al
encontrarse sola y divorciada, la Condesa cerró con llave su cinturón de
castidad, y se dedicó a joder sistemáticamente a su yerna, la esposa plebeya
del Duque de Hacienda Florida. Antes de que el hijo del duque se convirtiera en otro princesito, la plebeya decidió huir, dejando al duque en la ruina.
La
Marquesa de Jagua Pasto en realidad nunca ha vivido de acuerdo a sus
condiciones materiales. Tiene seis tarjetas de crédito, dos de ellas a
capacidad y a un interés del 25%, a las cuales manda el pago mínimo. En una de
ellas están los $25,000 que usó el princeso para convertir el BMW del 1993 en
módulo lunar. El princeso tiene un conjunto de herramientas de mecánica que se
ven maravillosas, pero que no sabe utilizar correctamente. Empeña horas eternas
recostado sobre el sofá de cuero italiano de la sala, con el aire acondicionado
ineficiente de la sala en su máximo, pegado al iPad, hablando con niñas menores
de edad a las que trata de convencer de que él es el amante de sus sueños.
Entretanto, la Marquesa se encarga de los dos herederos al trono más grotescos
de la realeza del mundo, los lleva al colegio católico, les compra comida
chatarra, los viste de ropa irregular y a descuento, y los adorna para que no
le causen ataques al corazón a sus súbditos.
Claro, a
la hora de fingir, la Marquesa es toda una reina. Se codea con la realeza
colonial en los mejores clubes de Guaynabo, y pasea en los yates de comemierdas
que tienen apartamentos en Palmas del Mar, a los que ella asiste sabiendo que
los gustos del princeso y su gasto mensual no le permitirán tener. Sonríe y parece feliz, aunque sabe que todo es una máscara, que la felicidad huyó de su cara hace años, antes del princeso y la preñez. Cuando va de
arrimada a estas fiestas, no lleva ni una bolsa de papitas fritas, y el
princeso le cachetea las Sam Adams y los canapés a su cuñada, cuyo padre es el
dueño del apartamento de lujo.
Pero esa
historia de realeza es para otro cuento.
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